Por Manuel Medina - Canarias Semanal
En el año 1986, la burocracia de Bruselas - escribe nuestro
colaborador Manuel Medina - consideró que el "pedigree democrático" de
España ya había sido convenientemente depurado de los residuos del
fascismo. Ya nos encontrabamos en condiciones de entrar en la Unión
Europea. Sin embargo, Bruselas nos advirtió que aunque se sentían muy
felices con nuestra participación en Feria de los Mercados europeos, la
admisión no se podía realizar a cambio de nada. Habia que pagar un
alto precio... Ese es, justamente, el que hoy estamos abonando.
Desde la década de los 60 el Régimen de Franco realizó las primeras tentativas de acercamiento a lo que entonces conociamos con el nombre del Mercado Común. La burguesía española se ahogaba en los estrechos
marcos de la economía autárquica franquista. Su desarrollo exigía
un nuevo ámbito de relaciones comerciales, para el que la rígida
estructura de la dictadura constituía un serio obstáculo.
Durante
años los tecnócratas de la secta católica del Opus Dei
- los ministros franquistas Ullastres, López Rodó, López Bravo
etc. - estuvieron mendigando en los zaguanes del Mercado Común la entrada
de España en esa institución económica del capitalismo europeo. Pero el lastre
histórico que arrastraba la dictadura de Franco - sus crímenes y sus
complicidades con los regímenes fascistas de Hitler y Mussolini-
no ofrecía una carta de credenciales idónea para presentar a la opinión
pública europea. Pese a los reiterados intentos de ir más allá, el
franquismo sólo logró con la CEE acuerdos comerciales
puntuales.
Cuando, por fin, en el año 1986, la burocracia de Bruselas consideró que el
"pedigree democrático" de España ya había sido convenientemente
depurado, aunque todavía perviviera el legado de la dictadura
en la monarquía borbónica que impuso como herencia, los partenaires
fundadores del selecto club autorizaron el ingreso de España.
Sin embargo, la burocracia de Bruselas
advirtió que aunque se sentían muy felices del nuevo ingreso en la Feria de los
Mercados europeos, la admisión no se podía realizar a cambio de
nada. Los fundadores del invento nos advirtieron de que habría que pagar
un alto precio, y cumplir una serie de rigurosas reglas, para entrar en el selecto
Club de los poderosos.
Comenzaron dejando muy claro que en aquella Europa capitalista las funciones estaban ya definitivamente distribuidas. A Alemania y a otros países
del Norte europeo, por derecho natural y porque habían sido los padres fundadores
del artilugio, les corresponderían las tareas relacionadas con la
industria y la transformación manufacturera.
El entonces presidente del gobierno español, Felipe González Márquez, aceptó el
compromiso y procedió al desmantelamiento industrial del país que entonces
ocupaba el 11º lugar en el ranking de las potencias industriales del planeta.
El socialdemócrata González procedió al desmontaje de los Altos
hornos, la Siderurgia y los Astilleros. Aquella operación salvaje fue
denominada eufemísticamente por el Ejecutivo español con el engañoso
nombre de "reconversión industrial".
La drástica operación requería, desde luego, de una cirugía no menos
brutal. A González, líder de un partido que entre sus siglas portaba la
O, de obrero, y la S de socialista, no se le movió el entrecejo a la hora
de poner en la calle a centenares de miles de asalariados, reprimir
duramente la protesta social,ocasionando en las refriegas resultantes algunos muertos.
La "reconversión" tuvo, ciertamente, un alto coste humano para
la clase trabajadora. Sin embargo,
nuestras conciencias fueron acalladas con el argumento de que resultaba imprescindible para el progreso del país. Callamos, y en las siguientes
elecciones volvimos a votar por los que con puño de acero nos habían abierto
las puertas del "paraíso" europeo.
El ministro de Economía de entonces, Carlos Solchaga, hijo de uno de los
militares sublevados en 1936, llegó a afirmar que no tenía nada de
malo que España, en la división europea de la producción, se convirtiera
en el "asilo" turístico de los ancianos europeos.
Nuestra nueva función en el mundo se redujo a la explotación de
"recursos naturales" tan pintorescos como el clima, el sol, el
tipismo, los toros, el flamenco y nuestra congénita simpatía. Simultáneamente,
el Gobierno socialdemócrata acababa con la industria lechera de Asturias, con
la vid de Andalucía y con los plátanos y tomates canarios. Entre las
prohibiciones que se nos habían impuesto figuraban las de no competir con
la industria láctea holandesa, ni con los vinos italianos y mantener una
actitud de respeto a los acuerdos internacionales contraídos por los
países de la Unión con terceras partes. Era doloroso pero - nos
consolaban - a cambio nos habían dado entrada en el alucinante mundo de la Comunidad Europea. Con la
concesión de esta codiciada franquicia íbamos a acabar de un plumazo - nos prometían
- con todos nuestros complejos seculares. Dejábamos atrás, pues, la Inquisición,
la España de pandereta y el celebérrimo "¡que inventen ellos!" de Don Miguel
de Unamuno. El Estado español abría sus
puertas, definitivamente, a la modernidad.
Como los alemanes fabricaban automóviles, y éstos requieren autovías
para poder circular, se nos proporcionó la posibilidad de obtener subvenciones,
a través de los llamados fondos europeos, que nos permitirían poner a punto nuestras decimonónicas
carreteras y comprar masivamente y a crédito las flamantes marcas
automovilísticas teutonas.
Como nuestra mano de obra era considerablemente más barata que la del resto de
Europa, la industria alemana ensayó lo que hoy es una práctica generalizada
de los países capitalistas: la deslocalización de sus empresas . En un
espectáculo muy similar al que en los años 50 parodiara el film de Berlanga
"Bienvenido Mister Marshall", el gobierno, las instituciones
españolas, los sindicatos, las organizaciones políticas que se reclamaban
de izquierdas y, también, la mayoría de los españoles dimos la bienvenida a las
fábricas de montajes provenientes de la Europa millonaria. Ellos conseguían
nuestra baratísima mano de obra y
nosotros, como compensación, obteníamos puestos de trabajo en un país en el que las cifras de
parados comenzaron a alcanzar números millonarios.
Dado que en España no se contaba con suficientes capitales para financiar lo que
iba a ser el explosivo boom de la construcción inmobiliaria, los bancos
alemanes comenzaron también a prestarnos "generosamente" sus
capitales sobrantes. Esa mágica operación les permitió incrementar su propio
proceso de acumulación capitalista y a nosotros, de paso, nos
metió de lleno en aquella borrachera
enloquecedora que hoy conocemos como la
"burbuja inmobiliaria".
Después de un vertiginoso "crecimiento" de casi dos décadas un serio percance financiero en Wall Street
dejó al descubierto todo el falso andamiaje sobre el que estaba montado nuestro
fantasmagórico desarrollo. El tsunami de la crisis se extendió, en efecto, por
toda Europa, pero España deja a la vista de todos sus impúdicas
imposturas. La crisis económica barrió en un santiamén los frágiles pilares
sobre los que se sostenía nuestra economía de ficción y pelotazo.
El epílogo de esta historia, contada en 10 puntos, sigue siendo tan dramático
como cada una de las secuencias que la componen. Hoy, "el amigo
alemán" retorna solícito y exigente en nuestra "ayuda". Acude a
nuestro "rescate". No con la intención de reparar los
desastrosos efectos de su anterior política económica con la periférica España,
haciendo posible que circule el crédito hasta la economía productiva, sino con la intención de que los capitales que preste se destinen a la Banca
española para que ésta, a su vez, pueda restituir las deudas contraídas con la Banca alemana.
Naturalmente, quienes pagaremos esos préstamos vamos a ser, una vez más,
los asalariados, los parados, los funcionarios, los pequeños comerciantes, los
pensionistas... En realidad, lo que la
feroz representante de los intereses de la burguesía alemana Angela Merkel pretende no es rescatar a "nuestros" bancos, sino garantizar que el conjunto de
los contribuyentes españoles rescatemos a la Banca germana a costa de la mutilación de nuestras
prestaciones sociales, la precarización de nuestra Sanidad y la Educación,
del los desahucios, del paro, el hambre,
la miseria y una pavorosa crisis social.
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